En el clásico 3 se ha alcanzado la cúspide de la belicosidad de esta serie a cuatro y la cima del rastrerismo resultadista culé que, necesitado a ultranza de revancha, y ante el pánico escénico a una inversión de tendencias, no cejó en interpretar sus artes más revisteriles para lograr el objetivo marcado por Cruyff ya antes de la final de Copa: retirar al madridista Pepe de la ecuación de Champions.
El partido estuvo marcado por el tuteo, esta vez, del Barça al Real Madrid: rueda de prensa previa mourinhista del entrenador blaugrana; exhibición del, para muchos (ciegos) invisible, anti-fútbol culé, nuevamente más del doble de faltas que el Madrid en proporción al tiempo de posesión de la pelota (1), superando en esto su actuación del clásico 2; y fútbol-teatro de un Pep “Boadella” cuyos joglars, con más de dos centímetros de máscara, superaron de calle el tour de force a la envillarecida inteligencia del conjunto arbitral, lo que, unido a su ya tradicional fútbol-tangana, esta vez al borde del castell, dio con los huesos de Pepe en el vestuario, más reclusión forzada para el cuarto de la serie en compañía de Ramos y Mourinho.
Por su parte, el técnico luso jugó un nuevo “rope-a-dope” al más puro estilo “rumble in the jungle”, lógico y racional por más que cierto risueñismo idealista merengue despotrique de él, coreado por cierta prensa depauperada que hincha el buche reclamando al César Florentinus la destitución de Mou, que haría la quinta del banquillo blanco en cinco temporadas, y único recurso de algunos vendepapeles para subirse la autoestima.
El planteamiento del Madrid recordó al primer clásico o a la segunda mitad del segundo, con la diferencia de que, condicionado tal vez por el riesgo de terceras tarjetas, jugó con varios puntos menos de intensidad, lo que por momentos hizo temer un manotazo. Pero finalizados con cierto alivio los primeros 45 minutos, en los que el Barça evidenció equiparable falta de ambición a la de los merengues, se inició una segunda parte en la que ambos continuaron un traqueteo contemporizador que empezaba a hacerse aburrido hasta que todo saltó por los aires con esa masiánica exhibición de sinergia teatro-tangana que marcó el resto del encuentro.
Y, en realidad, puede que no fuera en sí la expulsión de Pepe lo que decidiera el duelo. Incluso con uno menos, sin Pepe, que había estado, hay que decirlo, comedido durante todo el partido, el madridista que suscribe no se inquietó demasiado, confiado en el recuerdo del encastillamiento del Inter de Mou en las semis de Champions del año pasado.
Sin embargo, en los minutos siguientes a la calculada morcilla de un Dani Alves que debía de haber sido expulsado mucho antes, el Madrid se mostró indeciso entre replegar sus filas, como aconsejaba la inferioridad numérica, o lanzarse al ataque, indecisión fatal que propició el primer gol de un Messi libre de Pepe, su marcador y antídoto. Más aún, tras el primer gol, en lugar de decantarse por la ya única opción clara de defender sí o sí para evitar males mayores, el Madrid perseveró en sus dudas, con la ilusión tal vez del empate en similares circunstancias del primer clásico, solo que esta vez el contra-diez del Barça no iba reservarse fuerzas para el siguiente enfrentamiento. Y en esas divagaciones llegó el segundo.
La clave para entender esta actitud dubitativa la proporcionó Cristiano Ronaldo al término del encuentro, cuando confesó que la estrategia madridista pasaba por desactivar los embates blaugranas durante la mayor parte del partido para, a falta de veinte minutos, cambiar de ritmo e iniciar un sorpresivo asalto final a la portería de Valdés.
Fue precisamente en esta tesitura de inflexión en la que se produjo la expulsión de Pepe, que sorprendió al Madrid con el paso cambiado: prestas las huestes sobre la cubierta de las embarcaciones de la armada blanca, mou-arenga en la memoria, viseras bajadas y alabardas enhiestas, a la espera de iniciar el ataque inminente a la señal de un "leven anclas" (entrada de Kaká), fue entonces cuando la tempestad se abatió sobre la escuadra en la misma rada. Ante el inesperado contratiempo hubo embarcaciones que zarparon tímidamente, por inercia del plan trazado, pero dudando si retornar, mientras que otras permanecieron cautelosamente fondeadas en puerto. El desconcierto no fue caótico, pero sí suficiente para que la difícil, que no imposible, misión, terminara en debacle.
Conclusión: el Madrid afronta el cuarto clásico en estado de órdago cuando, a tenor de lo exhibido por ambos contendientes, el combate parecía abocado a la suerte del reparto postrero de cartas en el Camp Nou. Pero indignamente encaramado al proscenio, el Barça pronunció el “no hay mus” carraspeando su cinismo, justo después de un “mus visto” que únicamente dejaron de ver el árbitro y su asistente.
Así las cosas, el Barça, Goya en mano, está ya dentro mediado el último juego a falta de sendos envites a pares y juego en los que al Madrid no le queda otra que jugarse el todo por el todo y, además, ejecutarlo con frialdad, sin desesperación, para no dar pie a un último amarrako de unos culés que jugarán al duermevela, arrullando la bola a la espera de despertarla en un sobresalto de corneta de Xavi o Iniesta.
Sin Pepe, sin Mou y sin despeña-copas Ramos, la ausencia de este último en el campo debería de animar a "la orejona" a dejar de hacerse la casquivana. Eso sí, con el empuje decidido de un ánimo de revancha que el madridismo merece cobrarse.
(1) Según "Mundo Deportivo" (28-abr-11, p. 4), en el tercer clásico, el tiempo de posesión de la pelota del Barça fue 73:61 (hay, pues, error y tomaremos 73:01) y, del Real Madrid, de 26:39. A su vez, el Barça cometió 18 faltas y el Real Madrid, 22. De modo que, en relación al tiempo de posesión, el Barça cometió una falta cada 1,48 minutos de posesión del Madrid, por 3,31 minutos que dejaron transcurrir de media los madridistas para cometer falta sobre el Barça.